Han transcurrido casi cuarenta años de que la Casa de las Américas fuera sede de un encuentro continental de jóvenes poetas. Allí estuve, con mis veintitantos años, un libro inédito a la espalda y muchísimos sueños en torno a mi cabeza. Lo mejor del encuentro no fueron ciertos debates teóricos que al final resultaron juegos de equilibristas, sino las lecturas compartidas en la sala Manuel Galich donde alternaban Ana Istarú de Costa Rica, con Jorge Alejandro Boccanera de Argentina, Julio Valle Castillo de Nicaragua, sin olvidar al chileno José María Memet y, entre ellos, un colombiano singular, Juan Manuel Roca, franco, sólido, equilibrado, pero también ocurrente, humorista, algo bohemio y muy amigo de la luna.
No dudo en modo alguno que Roca fuera un poeta joven aunque seguramente iba camino de atesorar cuatro décadas de vida y además era ya un escritor conocido en su país por sus primeras colecciones de poesía: Luna de ciegos, Los ladrones nocturnos, Señal de cuervos, Fabulario real, pero, además, para esas fechas había recibido los premios nacionales de poesía Eduardo Cote Lamus y el concedido por la Universidad de Antioquia.
Por muchos años solo supe de él a través de ciertas revistas o por comentarios de amigos comunes. Me alegró saber en 2007 que había recibido el Premio José Lezama Lima de la Casa de las Américas por la publicación de su antología personal Cantar de lejanía, sin saber que meses después volvería a encontrarlo en un vuelo entre Panamá y Managua, cuando ambos íbamos a participar en el Festival Internacional de Poesía de Granada, invitados por su organizador, el inefable e inolvidable Chuchú Martínez.
Recuerdo aquel encuentro como una mezcla de sueño lírico y carnaval barroco. Intento salvar de aquel diluvio de lecturas –del cual más de una vez tuve que huir para reprimir las ganas de gritar– la impresión que me dejaron ciertos versos de Cardenal, Evtuchenko, Boccanera, Claribel Alegría, Gioconda Belli y el propio Roca.
El evento no se limitaba a la preciosa ciudad colonial de Granada, sino que se volcaba en una jornada en otros puntos de la geografía nica. Los organizadores me destinaron a un sitio que ya he olvidado, pero yo me valí de todos los recursos posibles para sumarme al grupo que viajaba a León. No me iría de aquel país sin visitar la tumba de Darío.
La jornada en la linajuda villa de Santiago del León tuvo mucho de pesadilla. Yo, gracias a una cena callejera de la víspera, iba presa de unos cólicos que a veces me sacaban las lágrimas. Por otra parte los anfitriones habían destinado una hermosa casona de tiempos de la colonia para albergar a los huéspedes, pero resultó que Roca y yo, tal vez por parecer los menos venerables, no cupimos allí y debimos irnos a lo que llamaban eufemísticamente «una casa de estudiantes» que, en realidad, no era más que un cobertizo estrecho y sin ventanas, con paredes de bloques y techo de fibrocemento en que a cualquier hora del día o la noche había más de treinta grados centígrados.
La visita a la catedral fue un fiasco. Alguien tuvo la humorada de comunicar al párroco que nos servía de guía que yo era un funcionario del Vaticano –aunque en realidad solo era un consultor del Consejo Pontificio de la Cultura– y el pobre hombre me miró con la desconfianza con que se recibe a los supuestos espías y procuró deshacerse de nosotros de inmediato. Lamenté que la evocación de Darío se resumiera en contemplar el desdichado león de marmolina bajo el cual supuestamente descansan sus restos. No fue más afortunada la invitación a un café cercano que nos hiciera un escritor vanguardista al viejo estilo, porque yo, corroído por la sed, abrí sin precauciones mi botella de refresco y salió de ella un chorro achampanado que dispensó un pegajoso bautismo a los presentes.
Quizá lo mejor de la noche fue la lectura en la universidad, en la que participamos Roca y yo junto al peruano Eduardo Chirinos. El auditorio no era grande pero sí muy receptivo y los tres aprovechamos para descansar en un intermedio, paseando por el claustro desierto y mal iluminado del recinto. Yo me referí en algún momento a mi interés constante por Lewis Carroll y su inefable Alicia y Roca vino a recordarme esa frase pronunciada por la Reina en A través del espejo: «La regla es: mermelada mañana, mermelada ayer, pero nunca hoy» y desde entonces la he citado muchas veces como ejemplo de la lógica perversa de los tiranos y, aunque nunca quito el crédito al singular matemático inglés, algo en mí me hace seguir suponiendo que la frase pertenece también al poeta colombiano.
Ni siquiera el retorno a nuestras casas tras el fin del evento anduvo escaso de aventuras. El vuelo Managua-Panamá fue suspendido sin darnos razones y mientras un nutrido grupo de vates latinoamericanos clamábamos porque nuestros enlaces acababan de irse al diablo, Juan Manuel se refugió en una especie de ataraxia senequista, parecía más allá de cualquier acechanza del tiempo y el espacio. Eso me dio tranquilidad, me sentí protegido mientras desayunábamos como marinos fenicios gracias a la mala conciencia de la aerolínea y tuve menos sobresalto cuando almorzamos en un paradisíaco hotel Camino Real en las afueras de Managua. Juntos viajamos después hasta el impersonal y aturdido aeropuerto panameño. Allí nuestros caminos se separaron.
Temí no volver a encontrarlo, pero al cabo de los años, primero las redes sociales me permitieron volver a contactarle, compartir poemas, disfrutar de sus ocurrencias y de su sólida filosofía de los márgenes. Me han alegrado sus premios y ese profuso surtidor de poemarios que dan fe de la enorme vitalidad de su escritura que en el nuevo siglo se ha expandido también a la narrativa y al ensayo.
Me hace feliz saber que esta feria dedicada a su país y la edición de un libro suyo por Ediciones La Luz haya podido acercarnos de nuevo. Una visita de Juan Manuel Roca a La Habana, será como reeditar aquellos años legendarios en que la noche de la ciudad se iluminaba con las fantasías de Porfirio Barba Jacob, o los trovadores de algunos bares acallaban sus guitarras para escuchar el más reciente poema de Julio Flórez. Y en lo personal volveré no solo a abrazar al amigo, sino que seguramente su filosofía de buena ley va a trasmitirme una dosis de sosiego muy duradera. No debo ser yo quien comente su nuevo libro, pero su título No es prudente recibir caballos de madera de parte de un griego, me parece en sí mismo una frase original y cargada de resonancias clásicas, porque deriva nada menos que del canto segundo de la Eneida virgiliana: Timeo danaos et dona ferentes que en buen español pudiera traducirse como «Temo a los griegos aunque traigan regalos». El poeta ha asumido la túnica de Laocoonte y desconfía del torcido gesto de Odiseo. Y si al mítico sacerdote una deidad con intereses políticos le envió unas serpientes que lo silenciaran, sé que mi amigo es más sabio y prevenido que el troyano y no habrá quien pueda callarlo. Él y yo sabemos a qué atenernos cuando nos ofrecen mermeladas a destiempo o intentan pasar de contrabando un caballo de madera al reino de la libertad y la poesía donde solo pueden saltar sus vallados los potros libres e indomables.