Chérie de Dazra Novak (Ediciones Unión, 2023), como su título indica, es una novela de amor. Pero ojo, ese calificativo, ya de por sí elocuente, porque escribir una buena novela de ese cariz es una proeza, no le hace justicia si lo entendemos en su sentido más lato. Este libro no habla del amor al uso (cosa que tal vez ni siquiera exista), sino de aquel que trasciende la carne –sin desdeñarla, claro— y se trasforma en amor al conocimiento a través de uno de los caminos más abruptos para alcanzarlo: el arte.
Roberto Méndez, presidente del jurado que le entregara el premio Ítalo Calvino hace unos años, apuntó de Chérie: «Dazra Novak se acerca a la vida y obra de una artista plástica contemporánea, Rocío García, con la voluntad de ofrecernos una biografía imaginaria de la creadora, donde el peso esencial está dictado no por la sucesión de hechos verificables en la cronología de su existencia, sino por el desciframiento de su obra artística». Y este, sin duda, es el acontecimiento crucial: una meditación sobre los derroteros del arte que no es en absoluto usual en nuestros predios narrativos.
Otras voces críticas que han abordado la novela (Cira Romero, Marilyn Bobes) priorizan la mirada sobre los aspectos socio-políticos del empoderamiento femenino, el discurso escrutador en los rigores de la realidad del país durante los años del llamado Período Especial, el cuestionamiento de los prejuicios del machismo y la homofobia, y, además, abunda en la sobria utilización de los recursos del realismo para contar una historia llena de matices y máscaras. Desde luego, todas esas son ganancias de este libro, pero me gustaría apuntar y/o sondear otras que, a pesar de estar menos visibles, me parecen cruciales para adentrarnos en Chérie más allá de los estudios de género o los socioculturales.
Méndez hace notar, asimismo, sus dudas acerca de clasificarla como un Bildungsroman (novela de aprendizaje, de formación, de iniciación) y termina por aceptar que «algo de eso hay en ella, aunque no se eche mano de los recursos tradicionales del género». Para mí lo es, porque está dividida en las tres partes típicas de ese tipo de relato: Jugendlehre (aprendizaje de juventud), Wanderjahre (años de peregrinación) y Läuterung (perfeccionamiento), cada una de ellas con su cuota de aportaciones al proceso de desarrollo físico, moral, psicológico y social (yo añadiría estético) de un personaje desde su infancia hasta la madurez.
En la sección I del libro, donde se cuentan los aprendizajes de infancia y juventud, hay dos que estimo medulares. El primero, aquel con el que abre la narración: la pequeña Rocío atisba por un agujero en la pared el intercambio sexual de los vecinos en la casa de al lado. Es decir, ya desde la primera línea, el personaje aprende a mirar. Y no cualquier cosa, sino un falo, que luego devendrá un símbolo curioso, archipresente en la obra pictórica posterior del ente de ficción y, desde luego, en la real que ha desplegado Rocío García. Ese falo freudiano y plenipotenciario y, a la vez, bastante inútil como objeto de apetito erótico (pues, tras algunos encontronazos heterosexuales, la protagonista decanta pronto su preferencia por las mujeres), se erige en emblema de la carne, sí, de esa paradoja que alimenta al deseo más como una forma cognoscitiva que como un camino de placer, pero, sobre todas las cosas, reafirma el poder del padre en la construcción de la poética de la artista. No por gusto, el padre es el único miembro de la familia que posee nombre propio (Domingo se llama; los demás son madre y hermana, así, con minúsculas), es quien la anima todo el tiempo a pintar la belleza (lo bello en su amplio sentido, sabremos más adelante) y, sobre todo, es quien le enseña el segundo secreto de la vida: dominar al animal, ya sea el caballo que se monta, el falo perturbador o el arte que no deja reposar si no se mira el mundo bajo su prisma y, una vez digerido, se le devuelve hecho imagen, provocación, camino de salvamento.
La parte II resulta el instante de esplendor del viaje, ese cronotopo tan afín a la novela desde sus orígenes. La joven alumna de arte decide irse a la antigua Unión Soviética a estudiar pintura. Una manera casi ortodoxa de encauzar la observación y la doma de los inquietos animales del espíritu. Esta zona me atrae en especial. Entre las varias cosas que me desaniman de la narrativa cubana actual, una de las principales es la obsesión por chapotear en los aspectos (sórdidos o espléndidos) de la realidad nacional, como si la manida idea de escribir la epopeya de la Revolución fuera una tarea de choque que debe cumplirse so pena de fracaso absoluto. Hoy, cuando la novela contemporánea se mueve por territorios mucho más audaces y especulativos y se manejan conceptos teóricos como literaturas posnacionales o, incluso, posautónomas, que conducen, a su vez, a los más osados experimentos en materia estilística y lingüística, buena parte de nuestros tenaces narradores insisten hasta el cansancio en diseccionar las vísceras de la historia y la política patrias sin vencer, la mayoría de las veces, los valladares de una denuncia social rácana y en muchos de los casos oportunista, apoyada en los archisabidos resortes de cualquier tipo de realismo (de preferencia el sucio).
Chérie, por suerte, supera esos tropiezos. Y uno de sus puntos fuertes para hacerlo radica en esta salida al exterior, que no consiste en un exilio definitivo,
ni mucho menos en una superación de los límites del estado-nación tan
caro al proyecto social cubano, sino en lo que he llamado, en otras
partes, un exilio estudiantil, un modo parcial de que la narradora se posicione fuera del contexto nacional y mire desde otra orilla,
aunque sea transitoria, la caravana de nuestra identidad para sacar de
esa mirada preguntas mucho más perturbadoras que las arquetípicas
elaboradas desde adentro, con la maldita circunstancia del agua por todas partes.
De esa misma actitud han nacido
algunas de las páginas más atendibles de la literatura nacional
relativamente reciente (parcelas de la poesía de Emilio García Montiel,
cuentos y novelas de José Manuel Prieto, relatos de Emerio Medina), aun
salvando los paralelismos ideológicos y sociales entre aquella Rusia y
Cuba y, también, las divergentes soluciones que ambas sociedades
encontraron para enfrentar tales fenómenos. Pero igual debe tenerse en
cuenta la ojeada que el personaje protagónico arroja sobre el ámbito
extranjero, sobre los escabrosos territorios de la otredad y, ante todo,
las inquisiciones que, con respecto al arte, suscitan en ella la
catarata de observaciones y sentimientos que esa forma de mirar
desencadena.
En ese recorrido por lo foráneo juegan un papel fundamental los conceptos asimilados en la academia de pintura Repin, los cuales van a permitirle a Rocío revisar los presupuestos del realismo (socialista o no) y hallar estilos de pensar el arte que serán puestos en práctica a su regreso a Cuba y determinarán (y ojo con esta novedad que explicaré más adelante) las maneras de contar esa última porción de la historia, lo cual termina por ser un importante aporte narrativo. La influencia de algunos artistas plásticos rusos que trabajaban o vivían en la entonces Leningrado (Evsey Moiseenko, ficcionalizado como maestro preferido de la protagonista, o Ilyá Glazounov, por ejemplo) y que desautomatizaban el realismo socialista en pos de nuevas rutas expresivas, dejó su impronta en quienes dialogaron con ellos en el aula, fueron a sus exposiciones o leyeron en la prensa las críticas sobre su obra. Y ese aire fresco que trajeron a las artes plásticas cubanas los egresados de Leningrado o Moscú (Rocío García, Arturo Montoto, Alberto Lescay, Manuel Alcaide, Aisar Jalil) jugó un papel crucial en las renovaciones estéticas de finales de la década del 80 del siglo XX y sirvió de puente, gracias al magisterio de muchos de ellos sobre las promociones siguientes, a la apertura que se inició en los 90 y prosiguió en el siglo XXI en las propuestas de Carlos Manuel Estévez, Los Carpinteros, Esterio Segura y muchos otros.
Es, además, en esta fracción de la novela donde aparece el componente lésbico, primero como una sutil inquietud que siente la protagonista por otra estudiante cubana (Malena), luego por su compañera de estudios rusa Alexandra y, a la postre, por Marina, la colega eslava con quien vive una intensa historia que va de la amistad al amor y desafía casi todas las aprensiones conocidas que ha sufrido la homosexualidad (miedos personales, conflictos con la familia, rechazo y condena de la sociedad), agravados aquí por el peso de la ideología y las consideraciones homofóbicas en la formación del hombre (y la mujer) nuevo(s). No obstante, la pareja Rocío-Marina se deshace porque no alcanza a sobrevivir a algo más raigal: la mentira. No una mentira que se digan una a la otra, sino por la entereza de Rocío para negarse a vivir el embuste de un matrimonio heterosexual de conveniencia que le permita quedarse en Europa, aunque de esa decisión dependa, como en efecto sucede, el futuro de la relación. Su padre le había enseñado también a no mentir. Y esto, que todavía aparenta ser una cuestión moral, va a transformarse en una constante estética: el arte busca verdades que, una vez descubiertas o intuidas, pueden ser lacerantes y hasta mortales, pero el artista no puede evadirlas sin traicionarse. El arte es, pues, un sendero que precisa de la verdad como lo hace el amor, incluso a riesgo del bienestar o de cualquier simulacro de felicidad.
La apoteosis de este proceder sobreviene en el tercer segmento de la novela. Rocío ha vuelto a La Habana y da rienda suelta a su creatividad. Y aparece una manera de narrar menos tradicional, con un procedimiento cuya sutileza cuesta un poco desmontar. Voy a intentarlo. No es un secreto que algunas de las grandes revoluciones de la poesía occidental nacieron gracias a cómo los poetas observaron las artes plásticas (Baudelaire a Delacroix, Daumier y Courbet; Apollinaire a los cubistas) y aprovecharon sus hallazgos para extrapolarlos a la literatura. Dazra Novak ha hecho un poco lo mismo. Aprehendiendo las formas de mirar, pintar y dibujar de Rocío García ha conseguido que la narradora de Chérie, «la escritorcita» que visita al personaje y se deja retratar por ella haciéndose un harakiri (curiosamente el dibujo que aparece en la cubierta), adopte una focalización peculiar: cuenta en tercera persona, aunque de modo equisciente, lo cual limita sus perspectivas de entidad todopoderosa y megasapiente, pero le da a la narración un tono íntimo muy próximo a la primera persona y aumenta el pacto de verosimilitud autor-lector hasta convertir el relato, a la vez, en una confesión y en una meditación constante acerca del arte y sus arcanos.
Este tipo de acercamiento al arte no es demasiado abundante en la narrativa contemporánea. Pululan las novelas biográficas sobre pintores, sin duda, mas están casi siempre plagadas de anécdotas de sus vidas públicas y privadas, y no hablan del pensamiento pictórico, del hecho estético que provoca la concepción de este o aquel cuadro, dibujo, serie o exposición.[1] Narrar las reflexiones estéticas del personaje Rocío le permite a «la escritorcita» travestirse en ella y desplegar ante los ojos de los lectores un ficticio pero altamente verosímil proceso creativo que va desde el motivo inspirador hasta el acabado final de las piezas, que son descritas (traducidas del lienzo o cartulina a la página, de la imagen a la palabra) y, sobre todo, desmenuzadas, analizadas, «concebidas» durante el decurso de la prosa.
En virtud de ese recurso, el tercer segmento de Chérie se convierte en un paseo por el perfeccionamiento creativo en la obra de Rocío García, ese desfile de símbolos, personajes, atmósferas que han ido hilvanando un diálogo subversivo entre la erótica y el poder, que se ha auxiliado de la literatura (Sade, Genet), del cine (Fassbinder, Warhol), del cómic (Tom de Finlandia), del teatro (Artaud, Beckett) y del cabaret berlinés (Reinhardt) para dinamizar las artes plásticas cubanas y derrumbar múltiples barreras alrededor del sexo, el género, las corrientes pictóricas de moda y la recepción del público y la crítica especializada. En las páginas de Chérie asistimos, entonces, a una versión de la génesis de buena parte del trabajo artístico de la pintora, desde Hombres, machos, marineros, hasta The Mission, pasando por Geishas, El domador y otros cuentos, Very, very light and very oscuro, El regreso de Jack el Castigador y Sex in the City. Hay, encima, otro desdoblamiento en el discurso. Cada cierto tiempo aparecen breves textos en cursivas en los cuales «la propia» Rocío vierte sus elucubraciones sobre el arte (bastante oníricas, por cierto, como un guiño taimado al surrealismo), conversa igual con Leonardo Da Vinci que con modelos, héroes, heroínas o villanos de sus cuadros o cavila acerca de la importancia del lenguaje para pensar, vivir y amar en otro idioma.
Quiero enfatizar la relevancia de la aparición de Da Vinci en la novela. Decepcionada de la vida y del arte contemporáneo, Rocío compra una reproducción de un cuadro del italiano en un mercadillo de Leningrado y adquiere la costumbre de persignarse ante él. Da Vinci sustituye a Dios en una clara alusión a cómo el arte ha venido a llenar el hueco que la muerte de Dios ha dejado en el hombre moderno y posmoderno, quien no cesa de suplir su ausencia con paliativos que le permitan ordenarse en el caos. Un maestro del Renacimiento sirve de cortapisa a la avalancha de gratuidades con que opera el mercado del arte contemporáneo y acerca a Rocío (personaje y persona) a un sentido de la autenticidad y del rigor bastante raro en nuestros días.[2]
El binomio narrativo Rocío-«la escritorcita» no nace en este libro. Desde la fragmentaria Making Of esta pareja deambula por el universo creativo de la escritora. Allá eran Rosy y Dazra quienes conversaban, sufrían, hacían paseos no muy santos por La Habana y, también, resultaban modelo y pintora en un intento primario de evadir la realidad a través del arte o, quizá, de mejorarla gracias a la verdad de las mentiras, de la ficción. Ahora el ejercicio de autoficción de la novelista ha subido un escalón: ambas mujeres se trastocan en una especie de siamesas en que la supuesta modelo pinta con palabras la vida y el arte de la supuesta pintora que «narra» los avatares de su existencia y sus preocupaciones estéticas más hondas.[3]
Los que hemos leído la producción narrativa de Dazra Novak desde sus primeros libros sabemos que acostumbra a jugar con su biografía, a vivir en sus cuentos y novelas porque, al final, para ella la vida es una novela, un cuento, puro arte que redime, aunque nos muestre los abismos más profundos del alma humana. Esa especie de idea central que, a mi entender, alienta la poética de Dazra Novak desde Cuerpo púbico y Cuerpo reservado, la que parece afirmar el cuerpo femenino como último reducto para la libertad individual se magnifica en esta novela y alcanza unas cotas de relevancia ideológica, política y militante en las tendencias más progresistas del pensamiento moderno.
Pero insisto: ese no es su mérito fundamental. Como dije al inicio, Chérie es una novela de amor. Y el amor todo lo espera. Todo lo perturba. Todo lo revoluciona. Rocío pinta sus controvertidos cuadros porque no ha sabido salir del despeñadero que fuera la pérdida de Marina, quien muere (asesinada simbólicamente) y renace en cada mujer que pasa por la cama de la artista y termina hecha dibujo, color, líneas, trazos que no consiguen exorcizar la ausencia de la zarina, pero sí demostrar que si bien no se puede poseer de casi ningún modo al sujeto amado sí es posible inmortalizarlo en cuadros, versos, párrafos y compartir con el prójimo esa espiral obsesiva en que invención y deseo, tal vez las dos facetas esenciales del amor y del arte, alcanzan para rozar la idea de la inmortalidad, de la trascendencia, de la hipotética salvación.
[1] Salvo, quizá, Los reconocimientos de William Gaddis, que me parece un auténtico tratado conceptual acerca del arte contemporáneo y su entorno.
[2] Este tipo de solución aproxima otra vez Chérie a la obra maestra de Gaddis y a las reflexiones de Wyat, Basil, Stephen, Stanley y otros personajes de Los reconocimientos sobre los caminos, procedimientos y méritos del arte actual de su época.
[3] La figura del doble pudiera ser un tema importante para un estudio más profundo de esta autora. No debemos olvidar que Dazra Novak es un seudónimo que enmascara a Mairelis Ramón, y nos brinda un primer ejercicio de yoes ubicuos e identidades múltiples.