Hay libros que ponen a pensar, y más por estos tiempos. Uno es el Decamerón. Otro, el Kamasutra. Otro, el Retrato de la Lozana Andaluza. Y otro (tremendo, requetebuenísimo) que se llama… Bueno, mejor no sigo.
Por estos días de pandemia —donde los niños se quedan en casa y la tranquilidad se acaba; donde la suegra también se apareció y ya uno ni se hace la idea de que manda en algo; donde las noticias son acerca de quién se contagió, y a uno le dan deseos de muchas cosas, menos de permanecer en el hogar—, el libro se convierte en el remanso de paz. Es la puerta o la llave o la ventana o la carretera o los patines o la botella (elija usted) para olvidarse de los ajetreos del coronavirus y poner a funcionar a la imaginación.
Y es, en medio de ese silencio interior, cuan-do aparecen una vez más las viejas y cálidas preguntas: ¿por qué leemos?; ¿por qué, cuando mayor es el desasosiego, la mirada viaja hacia ese objeto abultado o al tablet donde se abrirá la página de la jornada anterior? ¿Cuál es, a fin de cuentas, el misterio del libro?
Fue a un amigo, en una sesión de tragos nocturnos, hace ya mucho tiempo, a quien le escuchamos decir que el acto de la lectura era quizás el verdadero espacio de libertad que teníamos los humanos. En la tranquilidad ante el libro, recordaba, nadie nos decía qué hacer o qué marcar y, mucho menos, qué soñar.
Pensar en silencio, por ejemplo, sin que nadie se entere (mucho menos un crítico de purgatorios) de que dejamos a un lado al lúcido de Borges y que, con su complicidad, fuimos a los libros de la infancia para pensar, aunque solo sea por unas horas, en los ángeles más ocultos y queridos de nuestras vidas. Esos que nunca nos abandonan. Esos que están a la vuelta de un murmullo y que aparecen siempre, sin fallar, con sólo hacer una cosa: abrir nuestra portada de los recuerdos.