José Martí tuvo una especial sensibilidad para la música. Lo demuestra ya en 1875 cuando define en el primero de sus artículos para la Revista Universal de México, a propósito de los conciertos ofrecidos en la capital azteca por el célebre violinista cubano José White: «La música es la más bella forma de lo bello».[1]
Sabemos que él pudo visitar en su adolescencia el Teatro Tacón, gracias a que ganaba unos centavos como ayudante de un peluquero, quien lo enviaba al teatro con las pelucas de los artistas, lo que le permitió presenciar algunas funciones, o fragmentos de ellas, tras bambalinas. Quizá eso explica que, aunque disfrutaba con la música instrumental, sintiera una especial atracción por el arte lírico. Su periodismo está lleno de referencias a títulos de óperas y cantantes célebres de su tiempo, que él supo evaluar con especial intuición, a pesar de no haber realizado estudios de música, ni pertenecer a una clase social favorecida para poder frecuentar los teatros más notables de su época.
A fines de 1879, durante su segunda deportación a España, tiene tiempo de adquirir una localidad barata en el Teatro Real de Madrid, y desde allí, asistir a dos funciones de obras muy distintas: La Africana de Meyerbeer y Fausto de Gounod.
La primera le impresiona de modo superlativo, tal y como escribe en uno de sus Cuadernos de apuntes en noviembre de ese año:
«Oí esta vez la Africana a la Rettzké, Lasalle y Gayarre. -Maravillosa, maravillosa música la del 4° acto. -No es bien estimada porque no puede ser fácilmente interpretada. -Gran alma se ha menester para entender aquella inmensa alma. Luego de estudiar y comparar, tengo a Meyerbeer por Miguel Ángel y Shakespeare en la música. Genio de la fuerza -en la riña, en el odio- en la ternura.»[2]
El complemento «esta vez» hace pensar que podía haber asistido antes a una representación de esta obra, estrenada en 1865, pero lo esencial es que la comenta con un fervor como si fuera nueva para él, y eso se debe al elenco estelar encabezado por la soprano polaca Josephine de Reske, el barítono francés Jean Louis Lassalle y el tenor español Julián Gayarre, a quien el escritor juzga así: «en fuerza de su purísimo canto, espiritual canto, llega a perder los contornos de su humana forma. -Qué frasear, y qué atacar notas agudas.»[3]
La siguiente función resulta especial por varias razones. Llega al teatro afectado, herido por una carta que ha recibido de su esposa Carmen, en la que cree percibir que esta no lo comprende. En segundo término, es su primer encuentro con la soprano sueca Christina Nilsson. Se representa el Fausto de Gounod, obra que le resulta distinta a la de Meyerbeer y marca su sensibilidad. Su valoración de la cantante va más allá del juicio puramente musical, se diría que una decepción con una mujer cercana se compensa con la interpretación magistral de otra mujer, a partir del vínculo forjado por la música entre artista y espectador:
«Con estos ojos que me han comido las lágrimas que no lloro no la pude ver bien. -La oí con recogimiento. En algunos instantes si por mala ventura ya no en todas se entiende porque a las veces se llama templo al arte. -¡Qué cadencia, y qué modo de terminar la pura nota baja en una lágrima! -Sus sollozos desgarran el pecho. Cuando vacila solloza ahogadamente, y se echa sobre su hermano muerto clamando: ¡Ah mio fratello!, -se busca uno en el pecho la herida que aquel gemido causa-.»[4]
En sus conocidas Crónicas norteamericanas
hay variadas y extensas referencias a la cantante Adelina Patti, soprano que
llegó a ser una de las grandes divas del bel canto en la segunda mitad del
siglo XIX. El escritor cubano pudo apreciar su arte en recitales o en funciones
de las obras más apreciadas de su repertorio: Norma, de Bellini; Fausto,
de Gounod; Dinorah, de Meyerbeer; y La Traviata, de Verdi. Así
escribió en su crónica remitida el 12 de noviembre de
«[…] cantó por primera vez Lucia, y arrebató a las gentes con aquella tristísima manera de entonar las baladas del país, con la mirada plena, misteriosa y profunda: con su cabellera aérea, que la añadía encantos angélicos; y con aquella voz sonora, límpida, amplia, que nace como manantial inmaculado de monte hondo y crece a arroyo revoltosos, a manantial veloz, a río opulento, a océano.»[5]
Y el oyente entrenado, el crítico, se permite un comentario incisivo: «En Fausto aún alcanza las altas notas que en vano persigue ya la arrogante Nilsson.»[6]
El Modernismo tomaría la reforma del arte lírico de Richard Wagner como uno de sus símbolos, así lo demuestran textos de Julián del Casal y Rubén Darío. Tampoco Martí podría sustraerse de su influjo. No hay certeza de que pudiera asistir a alguna de las exitosas representaciones de Tanhauser y Lohengrin en New York, pero nos consta que pudo escuchar algunos pasajes de estas y otras obras en conciertos orquestales. Sus comentarios sobre ellos demuestran una información bastante amplia sobre el ambiente de las creaciones del germano, sus motivos mitológicos y la estética que los alimentaba como lo demuestra el siguiente pasaje: «con artístico relieve desfilan ante un público ceñudo las figuras, resplandecientes y vagas como las nebulosas, de las leyendas de Wagner: parecen una cohorte de guerreros de plata, que suben por un cielo oscuro en el lomo de un inmenso cisne».[7]
La última referencia al arte lírico en Martí no parte de una función reseñada por el escritor sino conservada en el recuerdo de alguien entrañable para él. Fue Gonzalo de Quesada en Martí y la música, texto publicado por primera vez en 1935, quien alude a carta que le enviara María Mantilla, en la que se refiere a la música favorita del héroe y señala entre esas obras la Carmen de Bizet. Y más aún, señala que esa fue la primera ópera que ella presenció, gracias a que él la llevó a una representación donde el rol principal estaba encarnado por la célebre Enma Calvé.
Seis décadas después, en 1953, María vendría a Cuba con motivo del centenario del Apóstol y sería entrevistada por Félix Lizaso para la revista Bohemia, allí ella narra ese recuerdo que mantiene muy vivo:
«Representaban la ópera Carmen, interpretando el papel la gran cantante francesa Calvé, una de las mejores ‘Carmen’ que se recuerdan. Nunca olvidó la impresión que le hizo, y cómo Martí le fue explicando toda la ópera, pues era grande el conocimiento que tenía del argumento y de los pasajes musicales. Siempre era lo mismo: como de todo sabía, sus explicaciones eran maravillosas.»[8]
La escena es sorprendente. Martí lleva a la jovencita a una función de ópera. La obra es excelente y la artista que encarna a la protagonista es brillante, sin embargo, el pensador que otorgaba tanto peso a la ética en el arte y ponía tanto cuidado en educar a la adolescente; ¿qué pensaba de aquel argumento?, sobre todo, al traducirlo del francés para ella y comentarlo. Aquel que se sentía herido por una Carmen y consolado por otra muy distinta, ¿porqué llevaba a María a un drama donde dominaban la liviandad, la falta de escrúpulos y los celos que conducen a la muerte? ¿Lo miraría como una terrible advertencia? Creo que no llegaremos a saberlo. Tal vez pensó que la música justificaba todo.
Sin saberlo parecía recorrer el mismo camino que el filósofo Friderich Nietzsche, quien había sido un promotor del arte de Wagner con tanto fervor como el que después pusiera en la ruptura con este y entonces se fascinaría, en el año 1881, con una presentación de Carmen en Génova hasta el punto de escribir después a su amigo, el compositor Peter Gast: «¡Cómo perfecciona una obra así! Al escucharla uno mismo se convierte en una «obra maestra» […] Y, efectivamente, cada vez que he escuchado Carmen me ha parecido que era más filósofo, un filósofo mejor de lo que me parece que lo soy de ordinario.»[9]
¿Creía Martí lo mismo? Eso no puedo responderlo.
[1] José Martí: “White”. Obras completas. La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 1975, tomo 5, p.295.
[2] JM: OC, tomo 21, p.112
[3] Ibid, p.113.
[4] Ibidem.
[5] JM: OC, tomo 9, p.114.
[6] Ibid, p.115.
[7] José Martí: OC, tomo 10, p.131.
[8] Félix Lizaso: “María Mantilla en el centenario de Martí”. Bohemia, La Habana, tomo 45, no.5, 1ro de febrero de 1953, pp.68-69.
[9] Friderich Nietzsche: Carta a Peter Gast. Nietzsche, F., El caso Wagner, en Escritos sobre Wagner. Introd., trad. y notas de J. B Llinares. Madrid, Biblioteca Nueva, 2003, p.189.